La ciudad de las sombras
16/01/17
Nicolás La Russa
Habitar en Caracas es sinónimo de una vida atosigante, repleta de una adrenalina que no se compensa con esas noches desérticas o el fallecimiento de los locales comerciales a las 7 de la noche un sábado. ¿Caracas acaso será una ciudad que se ha espantado de su realidad y se retira por las noches para que el hampa y la mala vida la posean? Lo único que se mantiene vibrante y sin perder el brillo de lo que existía en la “cuarta república” son las discotecas.
No es de
extrañar que en estos lugares sea donde la mayoría de los tratos “pesados”
tengan lugar. Entre el sonido casi hipnótico del bajo que martilla los tímpanos,
entre colas con faldas que se ajustan a una silueta que para muchos se queda en
una silueta sin nombre ni rostro, y sería ofensivo olvidar aquellos grupos que
salen a buscar problemas en vez de disfrutar un ratico del desastre
relativamente controlado que sirve de catarsis en una ciudad donde los
problemas abundan como en junio-julio los mangos en la ciudad de Caracas
Es
inevitable temerle a los “ciudadanos” de la noche, a los amigos de lo ajeno y
aquellos que en ti solo ven un cordero con el cual conseguirán el botín para
sobrevivir un poco más de un mes. Salir de un local o inclusive regresarte de
la casa de algún amigo a altas horas de la noche (aquí eso es cuando las
manecillas marcan las 11:00 pm) supone una aventura de riesgo, una misión en el
fuego cruzado de una ciudad que habita en una guerra civil que no por existir
bandos definidos es menos violenta pero sí es claro que existen lobos y que
existen ovejas, existen delincuentes desalmados y ciudadanos desarmados.
El
ciudadano desarmado casualmente también es muy resistente – además de honrado- ante la telaraña ideada por el mal. Las horas
más estresantes son aquellas cuando las casas hacen el recuento de sus
familiares; quien llegó, qué problemas tuvieron, para mañana qué problemas
pueden relucir en sus vidas. Cuando alguien no llega a la hora esperada pocas
veces pensamos que se entretuvo con amigos y se le olvido avisar, no se nos
pasa por nuestros pensamientos la posibilidad de que se quedó hasta tarde trabajando
y su batería se acabó, siempre pensamos que fue víctima de una de esas
horripilantes formas en las que se presenta la muerte. Arrastrando a tu
familiar en un espiral de suspenso y terror donde sabe que estos señores que lo
acaban de bajar de su vehículo están pidiendo una cuantiosa cantidad de dinero
que la suma de todos sus conocidos no podrá recabar.
Es un lugar
común decir que Caracas es la sucursal del cielo pero se parece más al muelle
donde Caronte aguarda a que las puertas donde San Pedro sirve de “güachiman”.
Las estadísticas de homicidios son comparables a las de ciudades que están en
situaciones bélicas, pero nuestro mayor absurdo es que el control institucional
se ha visto reducido ante los golpes de la corrupción y de la visión de la
seguridad como un sistema de control en lugar de un sistema de protección.
Vemos
desfiles de hombres recubiertos en costosas armaduras del siglo XXI todos los
días, mostrando sus ballestas tecnificadas que sirven de utilería en los
conflictos que vive el ciudadano común. El SEBIN nos recuerda cualquier videojuego
bélico, mercancía que el gobierno prohibió por ser muy violento, por la
indumentaria que usan; pasamontaña con orificios para dejar ver ojos y boca,
traje camuflajeado con chaleco antibalas, una glock al cinto y un fusil que se
cruza al ras del pecho. Prohibieron los juegos bélicos, en el papel porque en
las tiendas los sigo viendo, pero lo que hace a los venezolanos violentos no
son las horas frente a una computadora disparándole a gráficos con inteligencia
artificial; lo que nos hace violentos es la ciudad de las sombras, la impunidad
y los guardianes del futuro que en vez de sentir que nos cuidan sentimos que
nos vigilan.
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