Un hacinamiento persecutorio

Suena el teléfono un miércoles a las 10:30 de la noche, recibir una llamada sin previo aviso a esa hora supone, probablemente, el aviso de una de esas historias de terror que plagan cualquier esquina de esta ciudad. Al contestar solo pude escuchar una voz bastante gruesa, como si quisiese modificarla o simplemente mostrar la verdadera naturaleza de su llamado.
    
    — ¿Ahí está el “Don”?
    
  — ¿Con quién desea hablar?—  Respondí con la frialdad rutinaria que acompaña cualquier interacción que esté relacionada con un desconocido en una situación… extraña.
   
    —Estamos llamando de parte del Colectivo…— No dejé finalizar tal oración. Con tan solo haber escuchado diez palabras sabía cuál podría ser el desenlace de tal conversación.

Decidí, muy paranóicamente, desconectar la línea de teléfono de mi casa; en el reino del caos es común tomar medidas extremas, blanco incandescente o negro abismal, los puntos medios son un lujo para la razón. La emoción nos nubla para bien o para mal. Gozo con una ventaja que me permitió, y aun me permite, prescindir del teléfono de mi casa; el celular se ha convertido en el medio más confiable para poder comunicarme.

Hemos aprendido a vivir con limitantes que logramos cubrir muy paupérrimamente con herramientas que en un país civilizado sirven para optimizar y facilitar la vida de los ciudadanos. La tecnología es la prisión del siglo XXI; adicciones a los teléfonos, a las computadoras y a cualquier otra forma de interactuar con la realidad. Irónicamente, la tecnología ha resultado ser la llave de la celda de la realidad venezolana actual; de ninguna forma afirmo que esta sea una salida totalmente verídica, tarde o temprano los individuos se dan cuenta de que su existencia se logra materializar a través de una pantalla, un software y un código binario.

Las comunidades que se han logrado formar a raíz de la intensificación del uso de las diferentes redes sociales gozan de unas estructuras muy intrincadas, donde el efecto dominó y el anonimato y su posibilidad de mostrarse al mundo tal cual uno quiere y no tal cual uno es, hace de estas relaciones muy confusas. Por desgracia la delincuencia en Venezuela ha llegado a conocer como calar dentro de estas redes y dentro de los escapes del ciudadano. Esto parece ser un juego de Pac-Man, donde a veces fungimos como fantasmas y otras veces como las frutas que envalentonan a los Pac-Man a que sigan devorando, en este caso el juego tiene impunidad y las reglas no son justas.


Las persecuciones políticas nos hacen objeto de un escáner diario que quiere ver en las caras de los inocentes las caras de los culpables. Cualquier cadena de teléfono no responde a los  simples rumores que son fáciles de desmentir, ahora juegan con emotividades e impulsan a los usuarios más empáticos a comprometer sus números telefónicos. A donde vamos, nos siguen. 

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